Luisa Liliana Gutiérrez Herrera

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Entre Dios, el Diablo y las Urnas: Colombia y su Democracia de Repetición

Desde 1810, Colombia ha tenido 119 presidentes de la República. No todos fueron elegidos por voto popular; algunos llegaron al poder por designación de delegatarios, otros por Consejos Electorales, Asambleas Constituyentes o el propio Congreso. Desde la vigencia de la Constitución de 1886 hasta hoy, los colombianos nos disponemos —el 27 de mayo o el 17 de junio— a elegir al presidente número 48.

En la historia de los pueblos, cuando se pierde la memoria colectiva y la violencia se convierte en noticia cotidiana durante cinco décadas, cuando cada elección se fragua sobre una esperanza de paz manipulada con populismo y estrategias mediáticas, la historia está condenada a repetirse. Solo cambian los decorados del escenario, como en una obra de teatro: nuevos telones, mismos libretos, distintos actores.

En esta ocasión hay dos protagonistas que no pueden pasarse por alto, pues están íntimamente ligados a la violencia en Colombia y han causado tragedia y dolor al país: las FARC, que presentaron candidato presidencial, y Gustavo Petro, exguerrillero del M-19. Los primeros ya fueron rechazados por el pueblo en las urnas: no alcanzaron el umbral para mantener personería jurídica como partido político. Petro, en cambio, superó con holgura una consulta interna frente a un exalcalde desconocido de Santa Marta, y hoy se perfila como un serio aspirante a la presidencia.

A su lado compiten otros personajes que también representan, desde otras orillas, las viejas heridas del conflicto: Iván Duque, el candidato del expresidente Álvaro Uribe, igualmente vinculado a la violencia desde el fenómeno del paramilitarismo y la confrontación con la guerrilla; Germán Vargas Lleras, portador de la más refinada sabiduría del clientelismo y heredero de una oligarquía criolla que ha dominado la política con trucos de vieja escuela.

Está también Humberto de la Calle, figura liberal respaldada por el expresidente César Gaviria. No tiene vocación de triunfo presidencial, pero sí puede convertirse en un alfil estratégico para negociar la torta del poder en segunda vuelta. Sergio Fajardo, por su parte, exgobernador de Antioquia, ha conquistado una franja relevante con su figura fresca y discurso moralista, aunque aún no logra comunicar sus ideas con contundencia.

El panorama, sin embargo, es más complejo de lo que sugieren los mensajes de Twitter, las vallas con sonrisas ensayadas, los niños cargados para la foto y los pobres abrazados en campaña. Tras las máscaras, están las ideologías y las verdaderas intenciones.

Gustavo Petro encarna un socialismo anacrónico, el mismo que hundió a Cuba, la Alemania Oriental, Yugoslavia, la URSS y Venezuela. Posee una personalidad mesiánica, ególatra y autoritaria. Su discurso anticapitalista, demagógico y populista recuerda a los dictadores que dice no emular, pero de los que toma prestada la retórica: Stalin, Fidel Castro, Hugo Chávez. Esa es su vocación. Y ahí reside su peligro.

Vargas Lleras es el reflejo especular de Petro, con idéntica ambición de poder, pero desde la orilla contraria. Nacido en cuna de oro, convencido de ser parte de una estirpe superior, defensor del statu quo y de una derecha institucional profundamente autoritaria. Su eventual presidencia sería un regreso a la política de hace medio siglo.

Sergio Fajardo, como dicen algunas señoras, es un paisa buen mozo. Figura fresca, sí, pero hasta ahora anodina. No logra proyectar liderazgo ni definición. Y Colombia no puede darse el lujo de elegir otra vez a un personaje simpático pero intrascendente, como ocurrió con Andrés Pastrana.

Humberto de la Calle es, sin duda, el más preparado. Estadista probado, con coherencia política y formación humanista. Pero su candidatura está atrapada en la agenda de César Gaviria, cuyo verdadero interés parece ser asegurarle la presidencia a su hijo, Simón Gaviria. Así, el mejor candidato queda sin opciones.

He dejado de último a Iván Duque porque es, en muchos sentidos, una incógnita. Intelectualmente preparado, con ideas claras en política pública, pero sin experiencia administrativa ni recorrido de estadista. Su mayor fortaleza quizá sea su fórmula vicepresidencial. Su mayor carga: ser el pupilo de Álvaro Uribe. Para algunos, eso lo convierte en un títere peligroso; para otros, en la esperanza de restaurar el orden. Esa es la democracia que tenemos.

Hay que votar. Con conciencia. Con escepticismo. Convencidos de que, para llegar a ser candidatos —y peor aún, para llegar a la presidencia—, todos han hecho pactos con Dios y con el diablo. No hay de dónde más escoger. Así ocurre en cualquier parte del mundo: es la eterna lucha por el poder.

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