(Acompañando esta columna, la imagen del Dr. José Luis Santamaría Castillo, un médico humanista cuya vida fue truncada, simboliza a todas las víctimas de crímenes de odio. Su rostro nos recuerda que detrás de cada nombre hay una historia que merece justicia y memoria, al igual que las de José Ariel, Néstor Alberto, David, Yeison y tantas otras vidas silenciadas.)
En una era en la que los titulares compiten por nuestra atención, los medios tienen un poder inmenso: pueden iluminar verdades o sepultarlas bajo el sensacionalismo. El amarillismo no es un defecto menor; es una traición ética que deshumaniza a las víctimas y perpetúa la violencia. Hoy decido pronunciarme frente a esta práctica para cuestionar su impacto, especialmente en los crímenes de odio contra personas LGBTIQ+, donde el silencio mediático agrava el dolor y frena la justicia. Esta columna, inspirada en vidas truncadas por el prejuicio, busca honrar a las víctimas y desafiar a los medios a construir narrativas que reparen, no que destruyan.
A veces, la justicia llega a los tribunales. Otras, se queda solo en la memoria de quienes sobreviven. Este texto no centrará su atención en el victimario —su figura ya ha acaparado demasiado espacio—, sino en quienes merecen estar en primer plano: las víctimas.
Las vidas detrás de los nombres
José Luis Santamaría Castillo no fue solo un nombre en una sentencia judicial, ni una cifra en las frías estadísticas de la violencia. Fue un médico panameño que cruzó fronteras con el corazón lleno de sueños y la mente encendida por el deseo de servir. Humanista cálido, su vida estuvo marcada por una dedicación inquebrantable a su profesión, un compromiso que no conocía límites geográficos ni barreras. Quienes lo conocieron —familiares, amigos, colegas— lo recuerdan como un hombre meticuloso, organizado, un alma que planeaba cada paso con cuidado, pero que vivía con la espontaneidad de quien ama profundamente.
Sus días estaban tejidos de proyectos profesionales que aspiraban a transformar vidas, y de anhelos personales que pintaban un futuro lleno de promesas. José Luis era más que su título de médico; era un faro de empatía, un hombre que entendía que curar no solo implica sanar cuerpos, sino también tocar corazones. Su calidez, esa chispa que hacía sentir a todos escuchados y valorados, es el eco que resuena en quienes lo llevan en la memoria.
La madrugada del 27 de octubre de 2022, un acto de violencia intentó apagar su luz. Pero la muerte no define a José Luis. Su ausencia, en cambio, es un recordatorio de que su vida —tan plena, tan vibrante— merece ser contada con dignidad. No permitamos que su historia se desvanezca en titulares sensacionalistas o en el olvido de un sistema que a veces tarda en responder. José Luis Santamaría Castillo vive en cada relato que lo honra, en cada paso que damos para que el odio no tenga la última palabra.
José Ariel Jiménez Rodríguez, estudiante universitario y trabajador disciplinado. Reservado y dedicado, valoraba la rutina y los lazos familiares. El 11 de mayo de 2023, su vida fue interrumpida. Los medios hablaron de objetos robados. Sin embargo, su historia no es un inventario; es la de un joven con un futuro prometedor.
Néstor Alberto Gómez León, sereno y respetuoso, vivía para su trabajo y su comunidad. El 11 de marzo de 2023 su vida fue apagada. Su nombre apenas se menciona, pero su ausencia pesa. Néstor merece justicia y que su historia no se olvide.
David Stiven Mosquera, actor y estudiante de Popayán, llegó a Bogotá persiguiendo sueños en el teatro. Su vida acabó el 14 de mayo de 2023. David no era solo un soñador; era un ser humano lleno de pasión y potencial.
La sentencia y su vacío
El 7 de abril de 2025, una Juez en Bogotá condenó a José Leonardo Quevedo Turizo por el homicidio agravado del Dr. José Luis Santamaría Castillo, además de hurto y destrucción de pruebas. La pena: 39 años y 3 meses de prisión. Sin embargo, los titulares, impulsados por el morbo, se fijaron en la cifra, ignorando lo esencial. Quevedo también fue juzgado por el homicidio de José Ariel Jiménez Rodríguez, no obstante, Quevedo fue absuelto de este cargo: la jueza consideró que las pruebas no demostraban su culpa “más allá de toda duda razonable”. Lo condenó por el hurto de sus bienes.
El fallo omitió la agravante por crimen de odio (art. 58.3 del Código Penal), que castiga actos motivados por prejuicios, incluso sin palabras explícitas de odio. Esta omisión, a juicio de quien escribe, no es un tecnicismo: es una grieta en la justicia que invisibiliza a las víctimas de la intolerancia.
Dentro del Juicio, la Fiscalía General de la Nación, señaló un patrón claro: hombres homosexuales seleccionados como blanco, espacios seguros usados como trampa, brutalidad extrema y humillación al exhibir los bienes hurtados. Estos no son rasgos de un robo común; son la marca de un desprecio sistemático. Al descartar la agravante, la juez exigió una certeza que ignora la evidencia del odio en la crueldad y el método.
Este fallo, aunque sanciona a un culpable, deja un vacío. Los crímenes de odio no solo atacan a individuos; hieren a comunidades enteras, como la LGBTIQ+. Reconocer el prejuicio no es un lujo, es un deber. La justicia debe nombrar el odio para combatirlo, porque ignorarlo perpetúa el silencio y arriesga la repetición. Que este caso sea un llamado: los tribunales deben mirar más allá de las pruebas y ver el contexto, porque solo así se repara a las víctimas.
Cabe subrayar que, respecto de los homicidios de Néstor Alberto, David Stiven y Yeison, dos avanzan con procesos en curso, mientras uno languidece aún en etapa de indagación. Esta disparidad pone en evidencia la lentitud exasperante y los escollos del sistema judicial, que lucha por garantizar una justicia plena y oportuna, dejando a las familias en un limbo de incertidumbre y dolor. Cada expediente estancado es un eco del silencio que esta columna busca romper, un recordatorio de que la memoria de las víctimas no puede esperar.
El costo del amarillismo
El sensacionalismo tiene un precio ético: transforma el dolor en espectáculo y a las víctimas en notas al pie. Al destacar los objetos robados de José Ariel Jiménez o los detalles morbosos del crimen del Dr, Santamaría, los medios no solo deshumanizan; ocultan el odio que motiva estas muertes. Esta omisión no es inocente. Cuando los titulares priorizan el drama sobre el contexto, sacrifican la oportunidad de educar, de conciensar y refuerzan una cultura que tolera el desprecio hacia ciertos grupos.
Peor aún, el amarillismo dispersa. Reemplaza la indignación colectiva con curiosidad pasajera, dejando a la sociedad sin herramientas para el cambio. Imaginen titulares que, en lugar de explotar el morbo, cuenten quiénes eran EL Dr. José Luis, José Ariel, Néstor Alberto, David… Ese periodismo no solo informaría; dignificaría. Los medios tienen una responsabilidad: informar con sensibilidad, nombrar el prejuicio y prevenir la violencia. Optar por la superficialidad es traicionar esa misión.
Nombrar el odio, un imperativo
Nombrar el odio es un paso hacia la justicia. En Colombia, donde la violencia contra personas LGBTIQ+ crece, según organizaciones como Caribe Afirmativo, Colombia Diversa… tribunales y medios deben confrontar el prejuicio. Lo que no se nombra se normaliza, y lo que se normaliza se repite. Dignificar a las víctimas y visibilizar sus historias desafía la indiferencia y construye una memoria que rechaza el silencio.
Los medios no son solo narradores; son arquitectos de cómo vemos el mundo. Cuando eligen el sensacionalismo, alimentan una sociedad que consume el dolor sin entender sus raíces. Pero cuando abrazan la ética, como estas historias reclaman, edifican un futuro que honra a las víctimas y enfrenta el odio. Un periodismo que amplifique las voces de un médico humanista, un estudiante dedicado, un hombre sereno o un actor apasionado no solo informa; transforma.
Un clamor por memoria
En los pliegues del silencio habitan tantas víctimas de odio que nunca llegaron a los titulares ni a los tribunales. Sus nombres no están en sentencias, pero su ausencia marca a quienes los amaron. Recordarlos, aunque sea sin rostros, es un acto de justicia. Cada historia no contada nos recuerda que el silencio perpetúa el crimen.
Hago un llamado a los medios y lectores a dejar de consumir el dolor como espectáculo. Que las historias del Dr. José Luis Santamaría, José Ariel Jiménez, Néstor Alberto Gómez, David Mosquera y tantas otras resuenen como un grito contra el prejuicio. ¡Que su memoria nos impulse a construir un mundo donde nadie sea reducido a un acto de odio, sino celebrado por su humanidad! Porque ¡la memoria no solo honra; transforma!