Inicio recordando al barón de Montesquieu, ese gran filósofo de la Ilustración francesa a quien se le atribuye ser el padre de la doctrina de la división tripartita del poder: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial. Esta teoría la expuso en su obra “El Espíritu de las Leyes”, y fue adoptada como pilar fundamental en las constituciones liberales del siglo XVIII.
Posteriormente, nos encontramos con la expresión “Cuarto Poder”, atribuida al político anglo-irlandés Edmund Burke, parlamentario de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, considerado uno de los padres del conservadurismo moderno. Crítico de la Revolución Francesa y defensor del equilibrio entre instituciones y libertad, Burke advirtió del inmenso poder que podía concentrarse en los medios de comunicación, a los que consideró incluso más influyentes que los tres poderes definidos por Montesquieu, por su capacidad de moldear la opinión pública y condicionar el rumbo del Estado.
Desde entonces, ha sido una constante histórica que los medios de comunicación jueguen un papel fundamental en la transformación de la sociedad, en la denuncia de los abusos de poder y en la comunicación de las realidades y dinámicas de la vida local y global. Su razón de ser es tan relevante que no puede haber censura alguna a su tarea de informar. Sin embargo, cuando se pierde esa esencia de objetividad, imparcialidad e interés por lo colectivo para ponerse al servicio de intereses económicos y políticos, no hay quién les ponga límites.
Colombia ha sido referente desde finales del siglo XIX en el papel que juegan los medios. Tanto así que propietarios de los periódicos más influyentes han llegado a ser presidentes de la República valiéndose de esas plataformas. El periódico El Tiempo, por ejemplo, ha sido herramienta de poder para sus propietarios; igual sucede con la familia dueña de El Colombiano en Antioquia o con la familia López y la revista Semana. Y así podríamos seguir, citando ejemplos de medios radiales, televisivos y digitales que se han beneficiado de esa concentración de poder con interrogantes éticos que pocos se atreven a cuestionar.
Hoy los grandes medios están en manos de grupos económicos que contratan a los periodistas mejor pagados para ejecutar una agenda de poder. No solo hay un interés corporativo concreto, sostenido en gran parte por la pauta estatal, sino que algunos comunicadores se han convertido en voceros morales de facto de la sociedad. Actúan como inquisidores, jueces de opinión, e impulsores de hostilidad colectiva, buscando titulares escandalosos, informaciones incompletas y verdades a medias, todo en función del rating y el impacto mediático. La información se convierte en espectáculo. No hay espacio para la defensa serena y objetiva del señalado.
Un episodio representativo de este periodismo inquisidor fue el protagonizado el 2 de marzo de 2022 por periodistas de Caracol TV, quienes descubrieron a Carlos Mattos fuera de un recorrido permitido por el INPEC. Sin duda, es un hecho inaceptable, pero la forma como fue tratado mediáticamente parece más un acto de vendetta que una denuncia periodística. Un equipo de periodistas siguió a Mattos como si fueran detectives, realizando un seguimiento clandestino propio de autoridades judiciales o de delincuentes, no de comunicadores.
¿Por qué a él? Tal vez porque Mattos tuvo la “osadía” de denunciar al periodista Gonzalo Guillén, miembro de esa élite mediática que parece intocable: como si hubiera denunciado a Julio Sánchez Cristo, Néstor Morales, Daniel Coronell, Juan Pablo Calvas o Vicky Dávila. Sabemos que algunos periodistas han actuado como intermediarios, cómplices o facilitadores de intereses oscuros, pero rara vez sus nombres aparecen. Lo vimos en escándalos como Odebrecht o el carrusel de la contratación.
Mattos afirmó en su principio de oportunidad que Guillén fue contratado para “limpiar” su nombre y recibió dinero por ello. A partir de ahí, Caracol TV emprendió una campaña de persecución que fue amplificada por La W Radio. Allí, Julio Sánchez Cristo y Juan Pablo Calvas no dudaron en llamar al presidente de la República, quien, en medio de la presión electoral y mediática, destituyó de inmediato al director general del INPEC, al director de La Picota, y casi al Ministro de Justicia. La persecución se extendió a los abogados Iván Cancino y Laura Kamila Toro. A él no le permitieron defenderse, lo atacaron con afirmaciones calumniosas; a ella la expusieron públicamente sin ninguna consideración por su seguridad o dignidad.
Como epílogo, Gonzalo Guillén arremetió contra los abogados, llamando “payaso” a Francisco Bernate y violando deberes éticos relacionados con la protección de sus fuentes. Tal vez el odio visceral contra Álvaro Uribe, compartido por Coronell y Guillén, haya sido el combustible para celebrar la “chiva” contra Mattos y sus abogados.
Los abogados penalistas en Colombia hemos soportado durante años insultos, amenazas y estigmatización por parte de periodistas que pretenden obligarnos, mediante desinformación, a comportarnos como agentes encubiertos. ¡Cuánta razón tenía Edmund Burke: los medios de comunicación son el primer poder!