Luisa Liliana Gutiérrez Herrera

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El cambio es amenaza y Fico no es la solución

Las elecciones presidenciales del 29 de mayo en Colombia han dejado claro que solo dos candidatos tienen posibilidades reales de ocupar la Casa de Nariño durante los próximos cuatro años en reemplazo de Iván Duque Márquez. Lamentablemente, ninguno de los dos representa las calidades ni cualidades indispensables para conducir al país por la senda de la reconciliación y el progreso.

El candidato favorito en las encuestas es Gustavo Petro. Su figura evoca los capítulos más oscuros de la historia de la izquierda cuando ha llegado al poder. Al parecer, el pueblo ignora o ha olvidado esas lecciones históricas. Quizá no le interesan. De ahí que muchos vean en Petro una opción de cambio, sin medir las consecuencias impredecibles que esto puede acarrear.

No hay que ir muy lejos para ver ejemplos alarmantes. En Nicaragua, Daniel Ortega —ex miembro del Frente Sandinista de Liberación Nacional— se convirtió en dictador tras derrocar la dictadura de la familia Somoza, que había usufructuado el poder desde 1934. Ortega, en un giro macabro, lleva 26 años en el poder (en dos periodos) y ha sido señalado internacionalmente como violador de derechos humanos y perseguidor sistemático de la oposición.

Otro caso emblemático es la Revolución Cubana, liderada por Fidel Castro, que en 1959 derrocó a Fulgencio Batista. Lo que fue la primera revolución comunista en América terminó consolidándose como la dictadura más larga del continente, con una apropiación totalitaria del Estado cubano que aún persiste.

La inspiración ideológica de muchos movimientos de izquierda en América Latina proviene del Partido Comunista Soviético, fundado por Lenin y heredado por Stalin. Este último gobernó con mano de hierro por casi 30 años, dejando una estela de represión, terror y cerca de seis millones de muertos. Fue, sin ambages, uno de los mayores carniceros de la historia, junto a Hitler.

En nuestro vecindario, el caso venezolano es paradigmático. El coronel Hugo Chávez llegó al poder presentándose como redentor de los pobres, prometiendo redistribución de la riqueza, reforma agraria, democratización económica y creación de cooperativas. Las mismas promesas que hoy aparecen en la plataforma de gobierno de Petro. El desenlace es conocido: una dictadura de más de 23 años, hoy en manos de mafias de corrupción y narcotráfico, que ha sumido al pueblo venezolano en la miseria más cruda, incluso más profunda que la de las peores dictaduras de derecha.

Más recientemente, Chile eligió a Gabriel Boric como rostro joven de una izquierda renovada. Sin embargo, su presidencia ha caído rápidamente en la impopularidad, con riesgo real de desestabilización social y democrática.

En este panorama, la izquierda latinoamericana y global espera con ansias la llegada de Gustavo Petro al poder en Colombia. Y no es para menos: todos los ingredientes para el caos están servidos. Su programa amenaza con alterar la economía, las finanzas públicas, la política energética, y profundizar la polarización social.

Su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, ya anunció lo que Petro tiene en mente: que este sea el inicio de un proyecto de poder a largo plazo. Ni siquiera se ha ganado la presidencia y ya se habla de permanencia indefinida. Petro ha aplicado, sin disfraz, el postulado leninista de “todas las formas de lucha” para alcanzar el poder. No es casualidad que su jefatura de debate esté en manos de Armando Benedetti y Roy Barreras, dos hábiles oportunistas que han estado con todos los gobiernos. También ha sumado a figuras como Piedad Córdoba y Alfonso Prada, en representación de Juan Manuel Santos. Su desesperación por el poder raya con el cinismo: ha hecho pactos con todos, sin rubor, incluso si eso implica, metafóricamente, pactar con el diablo.

Del otro lado está Federico Gutiérrez, “Fico”. Ha logrado convocar a las fuerzas tradicionales, con el respaldo de un electorado que, al menos, percibe el riesgo de llevar a un exguerrillero al poder. Tiene un antecedente decente como alcalde de Medellín en su lucha contra el crimen organizado. Sin embargo, hay que decirlo sin rodeos: no tiene la talla intelectual ni el liderazgo de estadista que el país requiere en este momento. Aun así, no es descartable que, rodeado de un equipo idóneo y competente, pueda hacer un gobierno aceptable.

En conclusión, frente a este panorama, debemos optar por el menos peligroso para la democracia; por quien menos divida, menos polarice, menos improvise, menos prometa revoluciones sin sustento y más garantice equilibrio entre lo social y lo fiscal. Porque, querámoslo o no, ¡estamos entre Fico y Petro!

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