Colombia entre las llamas de un circo político que nos quema vivos

En Colombia, el aire se siente denso. No es solo el humo de las protestas o la inseguridad que atemoriza a las personas en las calles, con 54 masacres en 2025 dejando 178 víctimas según Indepaz con corte al 22 de agosto de 2025. Tampoco es únicamente el récord de 133 uniformados asesinados hasta el 15 de agosto de 2025, de acuerdo con el Ministerio de Defensa. Lo que realmente asfixia es el ruido ensordecedor de una política que se ahoga en egos y descalificaciones mutuas. Este circo ha reemplazado el debate serio por una batalla de narrativas vacías, donde la retórica del poder se impone sobre la realidad del ciudadano de a pie.

Gustavo Petro, con su discurso de “ayer versus hoy” y su carisma en las calles, sigue siendo el “tío bueno” para muchos.  Petro sabe que su narrativa de “pueblo versus élites” conecta con los más vulnerables, esos que lo abrazan en sus giras por el Pacífico o el Catatumbo. Sin embargo, su ego, ese enemigo íntimo, lo traiciona: promesas utópicas y respuestas sarcásticas (como su “¡ja,ja,ja!” al “tigre” de De la Espriella) lo alejan de cualquier consenso y sumergen al país en un limbo de esperanza rota. Su estilo confrontacional, a menudo desafiante de las instituciones y las sentencias judiciales, genera una profunda inseguridad jurídica, minando la confianza en la estabilidad del Estado de Derecho.

La oposición, lejos de ser la salvación, refleja los mismos vicios. María Fernanda Cabal y Abelardo de la Espriella, la dupla “patriótica” que  apuesta todo a un antipetrismo incendiario. Canciones burlonas, acciones populares contra la consulta del Pacto Histórico, acusaciones de “jefe de la mafia” o “sicópata”: su estrategia es puro fuego, pero quema puentes. Sus discursos no logran construir una alternativa creíble. Mientras ellos gritan, los problemas reales —un sistema de salud colapsado, 77.719 personas desplazadas forzadas en 2025 de acuerdo con la Defensoría del Pueblo— permanecen olvidados. En X, sus fans los idolatran, pero los indecisos, que son el 50% del electorado, solo ven odio, no propuestas.

Este fraccionamiento se extiende al resto del tablero político. En la izquierda, Gustavo Bolívar lidera la consulta del Pacto Histórico, seguido de María José Pizarro y Daniel Quintero, prometiendo continuidad. Su discurso, aunque popular en sus bases, no ha logrado consolidar una narrativa más allá de la lealtad al actual gobierno. En el centro, Sergio Fajardo y Juan Manuel Galán buscan unir a los moderados con un énfasis en educación y anticorrupción. Sus propuestas, si bien sensatas, no logran encender la pasión de un electorado que prefiere el drama político. En la derecha, Vicky Dávila, Miguel Uribe y Efraín Cepeda compiten por el uribismo, mientras Germán Vargas Lleras revive la maquinaria tradicional. Todos están en un empate técnico sin favoritos claros. Es un mosaico de más de 70 aspirantes donde nadie supera el 14%, y el ruido colectivo ahoga cualquier voz propositiva. La fragmentación ideológica, que en la teoría constitucional es sana, en la práctica colombiana ha derivado en una guerra de trincheras sin un horizonte claro de país.

En este circo político, Francia Márquez, quien pudo ser un símbolo de cambio, hoy es solo un eco desdibujado. Ella entró como un ícono de resistencia, pero su discurso se ha visto ensombrecido por los escándalos, convirtiéndola en un ejemplo de la decepción que sienten muchos colombianos. Su caso ilustra cómo un movimiento se diluye en un sistema que decepciona. La creación del Ministerio de Igualdad, una promesa constitucional ambiciosa, se ha convertido en una pieza más del ajedrez político, perdiendo su fuerza simbólica y su potencial de transformación.

En medio del caos, surge algo de cordura: Juan Daniel Oviedo. Con una imagen favorable, este exdirector del DANE ofrece sensatez en un país sediento de ella. Su discurso técnico, sin ataques personales ni uso de “fichas” políticas —como el discurso de género, la niñez o las acusaciones infundadas— lo diferencia de los demás. Él es el precandidato al que no se le escucha ni se le lee insultando, promete gobernar con datos y no con gritos. Es el “buen tipo” que Colombia necesita, pero no el que suele ganar. Su techo es alto si logra alianzas en la consulta de marzo 2026, pero en un país donde el carisma callejero pesa más que los números, romper el molde parece un sueño lejano.

Colombia no necesita más tigres, ni de Petro ni de sus detractores. El país necesita líderes que propongan soluciones, que hablen de reducir los homicidios, de salvar el sistema de salud sin politiquería, de seguridad, de unir en lugar de dividir. Sin embargo, mientras sigamos atrapados en este ciclo de egos, el 2026 será otro round de lo mismo: ruido, polarización y un país que sigue esperando. La Constitución Política de Colombia, diseñada para un Estado Social de Derecho, se ha convertido en una simple hoja de papel en medio de la contienda electoral.  ¡¿Quién apagará este fuego?!

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