Respecto del desconocimiento de derechos por parte de quienes imparten justicia ya había sido objeto de una columna anterior que titulé “La indignidad de quien litiga”, en ella se advirtió sobre la profunda vulneración de los derechos por parte de algunos de quienes tienen la responsabilidad de administrar justicia en Colombia. Es esa oportunidad expresé mi preocupación por el desconocimiento de los abogados de confianza en los procesos penales, una práctica que parece no tener límites.
Hoy -con gran preocupación, indignación y absoluto rechazo- nos enfrentamos a un hecho sin precedentes en la historia del litigio en nuestro país. Esta situación no sólo afecta a un individuo, sino que representa un atropello contra el sistema de justicia colombiano en su totalidad, por lo que no es viable que pase inadvertido.
El excandidato presidencial y exgobernador de Nariño, Camilo Romero, ha denunciado públicamente que el magistrado de la Corte Suprema de Justicia: Dr. Ariel Augusto Torres, vulneró su derecho fundamental a la defensa. Según Romero, el magistrado le impuso una defensora pública para que actuara como “suplente” de su abogado de confianza, el Dr. Miguel Ángel del Río, quien no pudo asistir a la audiencia por quebrantos de salud, a pesar de seguir firme en su defensa.
Según el señor Camilo Romero: ni él, ni su abogado de confianza fueron notificados de esta designación y la defensora pública no estaba preparada para asumir el caso. Lo que, de hecho, llevó a la suspensión de la audiencia.
Lo más alarmante es que, pese a que el señor Camilo Romero se niega a ser representado por la defensora publica, el magistrado insiste en su designación en calidad de suplente del abogado, Dr. Miguel Ángel del Rio. Con la designación de la abogada “suplente” se esta desatendiendo, por parte del señor Magistrado, lo que señala el art. 1211“DIRECCIÓN DE LA DEFENSA. El defensor que haya sido designado como principal dirigirá la defensa, pudiendo incluso seleccionar otro abogado que lo acompañe como defensor suplente, previa información al juez y autorización del imputado. Este defensor suplente actuará bajo la responsabilidad del principal y podrá ser removido libremente durante el proceso”. de la ley 906 de 2004 respecto de el liderazgo del defensor principal, así como que la elección del defensor suplente es un derecho que tiene el abogado principal y no una obligación. La norma es clara, es el abogado principal quien toma las riendas de toda la estrategia y acciones de la defensa y su derecho de contar con un abogado suplente solo puede verse materializo con la anuencia o autorización “expresa” del encartado o procesado.
Esta situación ha generado un rechazo contundente por parte del Colegio de Abogados Penalistas de Colombia, del cual soy miembro de su Junta Directiva y de una inmensa mayoría de abogados litigantes.
Este tipo de actuaciones evidencia un grave desconocimiento de la Constitución -debido proceso-, la Ley y de tratados internacionales. Al imponer un abogado de la defensoría del pueblo a quien cuenta con los recursos económicos y con un abogado contractual reconocido dentro del proceso, el señor magistrado pasa por alto la Ley 24 de 1992, la cual en el artículo 21. establece claramente que:
«La Defensoría Pública se prestará en favor de las personas respecto de quienes se acredite que se encuentran en imposibilidad económica o social de proveer por sí mismas a la defensa de sus derechos, para asumir su representación judicial o extrajudicial y con el fin de garantizar el pleno e igual acceso a la justicia o a las decisiones de cualquier autoridad pública. […]
En materia penal el servicio de Defensoría Pública se prestará a solicitud del imputado, sindicado o condenado, del Ministerio Público, del funcionario judicial o por iniciativa del Defensor del Pueblo cuando lo estime necesario y la intervención se hará desde la investigación previa. Igualmente se podrá proveer en materia laboral, civil y contencioso-administrativa, siempre que se cumplan las condiciones establecidas en el inciso 1o. de este artículo».2http://www.secretariasenado.gov.co/senado/basedoc/ley_0024_1992.html
También es oportuno mencionar que los defensores públicos no fueron concebidos para actuar como abogados suplentes de los defensores de confianza. Su rol es garantizar el acceso a la justicia de quienes carecen de recursos, no de quienes ya cuentan con un defensor de confianza. Negarse a ser representado por un defensor público, o a que el defensor de confianza tenga un suplente, es un derecho del procesado. Por tanto, no puede ser desconocida su voluntad.
Adicionalmente, esta actuación viola el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos3https://www.ohchr.org/es/instruments-mechanisms/instruments/international-covenant-civil-and-political-rights, un instrumento internacional ratificado por Colombia. Como ya lo había expresado en mi columna en Ámbito Jurídico, este pacto busca recordar que el derecho de defensa es inalienable e irrenunciable.
«A quien esté siendo procesado le asiste el derecho a ser defendido por un abogado de su propia elección, lo que implica que no debe ser obligado a aceptar que se le designe un abogado de oficio u otro que no haya elegido, a menos que no cuente con los recursos económicos para sufragarlo, situación que se extrae de la lectura al apartado d) del párrafo 3º del artículo 14 de dicho instrumento internacional.» 4“d) A hallarse presente en el proceso y a defenderse personalmente o ser asistida por un defensor de su elección; a ser informada, si no tuviera defensor, del derecho que le asiste a tenerlo, y, siempre que el interés de la justicia lo exija, a que se le nombre defensor de oficio, gratuitamente, si careciere de medios suficientes para pagarlo”
Lo que denuncia el señor Camilo Romero y su apoderado de Confianza, es un claro ejemplo del atropello a este principio fundamental. No se puede forzar a una defensa impuesta y menos cuando su abogado de confianza ha manifestado que su ausencia es temporal por una situación de salud.
Lo sucedido con la Corte Suprema de Justicia, la más alta corporación judicial, es una afrenta directa a los principios de la justicia, a los derechos de los procesados y a los abogados litigantes. Si estas prácticas se vuelven la regla, se desmorona la confianza en un sistema que, en teoría, debería ser el garante de las libertades y los derechos de los ciudadanos.